Jean-Luc-Baldés
2017
Cahors, Francia
Basado en los personajes del cuento de Charles Perrault, 1697.
Ilustración de Gustave Doré, 1867

Los caballeros del Rey habían dejado en la alquería una de sus botellas de vino por descuido. Eran las botellas que compartían cuando hacían alguna parada para supervisar los corrales reales. La princesa, ansiosa de llevar algo para animar sus domingos, tomó la botella y la escondió bajo su piel de asno.
El pellejo que la joven llevaba puesto la mostraba como una horrenda mujer y era lo que la había ayudado a salir huyendo de su reino, gracias a su Hada Madrina. Esa fealdad fue la que hizo que los jinetes no sospecharan de ella cuando regresaron a interrogar a todos los criados sobre su faltante.
El siguiente domingo, como todos los domingos, la princesa no vestía la piel de asno y se mostraba con todo el esplendor de su belleza, insuperable e incomparable. Decidió que, como ese día tenía vino para acompañar sus alimentos, se pondría su mejor vestido: el que brillaba más que el sol. La princesa leyó en la etiqueta Malbec du Clos de la bodega Jean-Luc-Baldés de Cahors, Francia año 2017. Si bien no era el tipo de vinos franceses que solían beberse en el lejano castillo de su poderoso padre, estaba segura de esa agradable opción, para la ocasión.
Los reflejos que el vestido de la princesa provocaban en el líquido al verterse en la copa, llenaban la habitación de rayos granates. Los aromas frutales de ciruelas e higos, envueltos en pétalos de violetas y lavandas y adornados con chispazos de hojas secas, pimienta rosa y cardamomo produjeron una preciosa sonrisa en el rostro de la joven. No era una fragancia tan elegante como su vestido, pero sin duda era una expresión adecuada de la uva Malbec, que la educada princesa supo valorar.
Al beberlo, los delicados labios de la princesa dejaron fluir al vino con su esperada amabilidad, el justo toque de sutil dulzor. El líquido dejaba una leve salivación y una moderada resequedad que proporcionaban una sensación de redondez en la boca. La joven disfrutaba de dar piruetas en su pequeña habitación, al mismo tiempo que el vino danzaba dentro de su boca. Por pequeños instantes, anhelaba encontrar a un príncipe con quien compartir momentos como ese.
La princesa se alegraba que la bebida no fuese tan compleja. Después de cada sorbo, los mismos aromas que ella inhalaba al acercar su copa a la nariz, volvían a aparecer en su mente, incluso de manera más tímida; esto le permitía concentrarse en preparar una empanada con las verduras que cuidadosamente guardaba para los domingos. Sacó de su pequeño armario el trozo de queso comte y unos granos de pimienta gorda que había guardado para alguna ocasión especial, y no dudó en incorporarlos en su preparación.
Aún en ese ambiente austero, donde los aromas de la empanada horneada a la perfección se fundían con el bouquet del vino sin pretensión alguna, la princesa resplandecía con estilo y elegancia. Cada bocado y cada sorbo la llenaban de un sencillo placer, diferente al placer de llevar su aderezo de diamantes, pero que la rebozaba de vida. Ella sentía que su corazón se tornaba cada vez más virtuoso… y esa modestia se convertiría en su mejor atributo.