Un chiste malo (y conste que se lo advierto): A la mesa, el comensal pregunta: —¿los huevos benedictinos vienen solos? —No, yo se los traigo —replica amablemente el mesero—.
Que se me juzgue de ermitaño, cenobita o anacoreta. Califíqueseme de huraño o sociofóbico. Yo amo desayunar solo, no por nada vivo en una montaña. Pero hasta los más solitarios disfrutamos compartir el desayuno con la gente que amamos.
Sencillamente se trata de experiencias distintas. Y por supuesto dependerá de la compañía, el lugar, la hora, y hasta del menú. Para mí lo que es muy frustrante es querer lo uno y tener lo otro; es decir, desear el desayuno en solitario y desayunar en compañía, o añorar la compañía y desayunar solo.
¿Y qué decir del amor y el desayuno? Una de las experiencias más eróticas es preparar y compartir el desayuno con el ser amado, antes y después del acto del amor, en esa sensación térmica y nerviosa del enamoramiento suave. Me atrevo a decir que el desayuno es el momento más dulce del amor.
Pero también sucede en ese otro tipo de amor, que son las amistades. La actualización y maravilla sobre nuestras vidas que aun separadas concurren en una mesa y se imaginan futuros, donde nunca estamos separados aunque no estemos juntos. El desayuno con amigos como una forma de decirle al mundo y la adultez que no podrá con nosotros, que juntos somos más fuertes: saberlo con los amigos, aun en el silencio, en esa conexión profunda de disfrutar en conjunto el silencio de la mañana, la calma de un día que se asoma en el vaho del café que nos convierte los lentes en nubes.
Puede coincidir o disentir conmigo, pero todos estaremos de acuerdo en que, la peor parte, o más bien la única parte feo del desayuno, es el tedioso ritual de lavar los trastes; porque además, entre más fastuoso el desayuno, más tortuosa la pena de las vajillas, ollas y sartenes.