A pesar de que mi madre me inculcó la sana costumbre de desayunar antes de hacer nada, por mucho tiempo olvidé, postergué o desacralicé el desayuno. Apuraba un café, más por despertar que por sentir la delicia de su abrazo y mordisqueaba una manzana mientras preparaba los pendientes del día.
Mi amiga Liz Paniagua, excelente cocinera mexicana, una vez me contó que el desayuno es su comida favorita del día. Hasta entonces no me había planteado cuál era la mía, pero seguro que en ese momento no habría respondido lo mismo. Es más: su respuesta me extrañó. ¿Quién podría amar el desayuno, esa costumbre más bien utilitaria pensada para quitar el ayuno y que uno no ande “con la panza de farol”… esa usurpadora que le roba tiempo al sueño? No entendía, tonto yo, la mística de un buen desayuno.
¿Qué es un buen desayuno? ahora lo tengo muy claro: un buen desayuno se come a la hora precisa en que uno ya ha despertado (a menudo, sobre todo para las personas que no somos afectos a las mañanas, ocurre que uno despierta tiempo después de abrir los ojos e incluso haber hecho algunas actividades) y empieza a asomarse la sensación de hambre. No antes, porque el cuerpo debe de estar listo para sentir a plenitud la epifanía matutina; y no después porque el hambre desdibuja la experiencia.
Aunque no hago yoga, ejercicio matutino, ni medito, imagino que un buen desayuno debe de suceder después de esas rutinas matutinas de la gente sana.
Un buen desayuno es ese en el que uno se toma su tiempo para prepararlo u ordenarlo (porque los buenos desayunos no solo suceden en casa). El cuerpo empieza a comer desde que huele e imagina el platillo.
Un buen desayuno se sirve en un jardín apacible, en una mesa bonita, en la cama alegre o en un sillón cómodo.
Bienvenido, cuerpo, al mundo. Un gran día está por empezar y la materialización del optimismo te sonríe en la mesa. La vida buena te recibe. Mírala sin prisas, piénsala. Traduce a la vigila todo lo que el sueño te ha insinuado.